// Por Mariano Schuster – @schusmariano
Mouhcine Fikri había saltado dentro del camión. Su pescado, se decía, no era basura. Había tardado horas en conseguirlo ilegalmente en el puerto de Alhucemas. En definitiva – pensaba – su pez espada era exactamente eso: su única espada que blandir en la vida. Sabía que era ilegal. Sabía que no podía tenerlo. Sabía que estaba al margen de la ley. Pero también sabía que defenderlo era más que una necesidad.
Los policías marroquíes fueron impiadosos. Lo abordaron en medio de la calle. A la vista de todos, y en un acto que ya se ha convertido en un calvario cotidiano, lo requisaron e interrogaron como a un maleante. – Este pescado es ilegal. No podés vender.
Le quitaron su mercancía, es decir, su existencia, y lo arrojaron dentro de un camión de basura. Pero las cincuenta toneladas de pescado eran suyas. Y su vida también.
Mouhcine se tiró de palomita dentro del camión. Quiso tomar el pescado y salir corriendo por las oscuras calles de la ciudad. De pronto, cuando pensó que por fin había ganado una batalla contra las fuerzas de la ley y el orden, vio las garras compresoras del camión de basura. Bajaban rápidamente. El mecanismo de compactación se puso en marcha. Y lo compactó a él junto con su pescado.
Aunque se eximan y se disculpen, nadie les cree. ¿No sabían que él estaba ahí? ¿Fue un error? ¿Una falla del sistema? ¿Qué sucedió para que Mouhcine Fikri, un joven de 31 años, vendedor ambulante ilegal, perdiera su vida?
El Rey Mohamed VI y su gobierno adicto se manejan con la lógica de los camiones de basura, compactando y liberando. Aprieta y libera según sus necesidades. Cuando la situación parece estar en calma, compacta. Recrudece la violencia y los ánimos dictatoriales.
A los militantes y periodistas presos, se les suman los pobres y los trabajadores amenazados. El 9 de abril, un burócrata de la ciudad de Kentira amedrentó a una vendedora ambulante, le quitó su puesto y le sacó el pañuelo que llevaba en la cabeza. Ella contestó con dolor y rebeldía: se prendió fuego a lo bonzo frente a la oficina del burócrata. Su última frase fue: “Me han humillado”.
Ahora los humillados salieron a la calle. Son vendedores ambulantes, pobres y trabajadores de los mercados inmundos. Salieron a defender la vida de su compañero muerto. Salieron a la calle a exigir justicia. Ellos viven prendidos fuego. La monarquía teme que las llamas lleguen a su palacio.