// Por Lucas Malaspina – @thebadthorn
¿Cuándo fue la primera? No lo recuerdo. Sólo sé que esa -la del 16 de septiembre de 2006- fue bautismal. En realidad, el archivo indica que se hizo un 15; poco importa. Probablemente representó el interregno entre mi proto-activismo dosmilunesco, barrial, familiar, casi intuitivo, y la militancia hecha e izquierda: entre deambular junto a mis viejos por las asambleas de Ángel Gallardo y Corrientes -cuando visitábamos la olla popular atestada de anarcos que compraban libritos negrirrojos en El Aleph y de fundidos del Partido Comunista- y la agitación entusiasmada de leninistas teen que nos empeñábamos en la permanencia de una revolución excesivamente demorada -aunque nos servía de aperitivo el bajarles de un hondazo la candidatura del facho de Alterini, y a un par más-. En esos días, los del Pelle comentaban entre sí “Flores de Septiembre”, que veían para la ocasión, y nosotros teníamos los claustros empapelados con el concurso Franca Jarach.
Nuevamente se imponía el “subtepasso”, ese salto cuasi-olímpico por encima de los molinetes de la estación Bolívar de la Línea E: no podíamos conseguir la gratuidad, pero teníamos la energía para desafiar a la seguridad privada de Metrovías y entretenernos un rato. En 2002 le habían abierto a golpes la cabeza a los de 5to -a la sazón, “los del Centro”- y se rumoreaba, también, que unos matones le habían tajeado las tres A a un pibe del Moreno. En general, todo estaba asociado al arte de Rovira, genio y figura del orden subterráneo, un viejo zorro lopezrreguista, reconvertido en mercenario de Benito Roggio, el dueño de los túneles que día tras día, nos llevaban, de casa al colegio, y del colegio a casa.
La mayor riqueza de los manifestantes eran reservas hormonales al por mayor; las mayores deudas, algunas cuentas pendientes en diciembre o marzo. Cantábamos: “a los milicos los salvaron sus amigos, la democracia peronista y radical…” En el aire se podía sentir el halo purificador de los pañuelos de Mayo, aún indudablemente pulcros, cálidamente protectores. No sé si marchaban con nosotros, pero las sentíamos ahí. El paisaje abundaba en remeras de los Redondos -ésa era nuestra trinchera cultural, aunque algunos escucháramos a Soda, a escondidas de los fundamentalistas-: las portaban aquellos excesivamente avezados en el deporte del agite, que ya iban seguido a la cancha y, aunque quizás no habían participado de ninguna misa ricotera, se contagiaban de sus hermanos mayores, los mismos que les inoculaban dosis -bastante rebajadas, por cierto- de un Negri o un Holloway.
Un autonomismo alegre y ramplón inundaba las argumentaciones de los precozmente intelectualizados, fascinados con las hazañas del EZLN y del Subcomandante Marcos. El himno de los más pedestres mencionaba a Walter Bulacio, al porro, a la yuta, y ese grito de guerra se confundía espiritualmente con los negros estandartes de CORREPI, cuyas siglas difícilmente podíamos descifrar. Eran los guardias legales de la turba inofensiva y descarriada que encarnábamos. A fuerza de golpes, experimentando la aspereza del asfalto con otras tribus coetáneas, y con el combustible que me proporcionaban las crecientes cantidades de acuosas cervezas Palermo -que mis amigos me instaban a consumir-, ese himno también empezaba a ser el mío.
Por los colegios secundarios de clase media, la intelligentsia radical se autorreproducía de manera infernal, mitósica. No sabíamos en qué iba a decantar todo, pero entre nosotros el 2001 recién empezaba. O terminaba, pero fecundo, y empezaba algo nuevo. Pablo Díaz, el sobreviviente, ése que nadie sabía dónde había militado ni con qué se comía aquello de la militancia, nos traía la mística setentista a domicilio. La peregrinación de este conferencista que atravesaba el tiempo y el espacio, revolviendo sueños derruidos y reviviéndolos ante la generación que debía recoger la posta, nos ponía la piel de gallina. Los Centros de Estudiantes, en general, todavía sufrían la plaga del independentismo: una mezcla de anarquismo y centroizquierda, que vaya a saber uno cómo, en general terminaría alimentando las huestes del neo-camporismo peronizante. No había 125, y Clarín mentía, pero tal vez no nos sorprendía tanto. El kirchnerismo era -para unos más, otros menos-, solamente un gobierno de centro, una aburrida remembranza de valores ajenos que no nos caía demasiado bien, ni demasiado mal.
Éramos imberbes, infantiles, pelotudos. Todavía mirábamos MTV: el flamante garage rock saturaba las descargas de las computadoras de los adolescentes. Incluso, al recordar nuestra niñez, añorábamos las veleidades del consumo menemista, una infancia con la Pepsi a 50 centavos y el Big Mac a 5 pesos. Ni siquiera teníamos un Mundial en nuestro haber: lo más desequilibrante fue llorar con el empate pírrico de Batistuta y los soldados bielsistas ante la inexpresiva Suecia.
Pero empujábamos sueños que venían de mucho más atrás. ¿Quién no había escuchado, aunque sea de refilón, antes de irse a dormir, un monólogo amargo del Gordo Lanata en Día D, cuando aún poblaba el margen izquierdo del mainstream mediático, rodeado de una tropa de socialdemócratas prodigiosos, tan ácidos y fríos como certeros y sensatos? ¿Quién no había oído “esta tierra que es una herida, que se abre todos los días, a pura muerte, a todo gramo”? ¿Quién no sabía que los piqueteros, ya despreciados por la mayoría de nuestros padres mediopelo, eran el aullido de una nación quebrada? Lo sabíamos, y si no lo sabíamos, lo entreveíamos en cada esquina. Los cartoneros no habían desaparecido -ni desaparecerían-. Las imágenes sangrientas del fusilamiento de Kosteki y Santillán fermentaban la memoria visual de nuestra década. Íbamos cómodos, en subte, a Caballito, Villa Crespo, Almagro, Chacarita, y ¿por qué no?, a Palermo, a Recoleta o Belgrano, pero al emerger, la calle nos arreaba a la realidad. A los palazos, nos obligaba a levantar la vista, a ver a los invisibles.
No sabíamos mucho, pero nos bastaba. ¿Qué más hay que saber? Se nos inflaba el pecho de odio y dolor. Alguna vez, en la Ciudad de las Diagonales, unos tipos duros habían ahuecado el corazón blando de una juventud maravillosa. “Obreros y estudiantes, unidos y adelante”: lo habían destrozado. Mujeres bellas y fuertes, jóvenes hermosas de hace 30 años, que podrían haber sido nuestras madres o tías, fueron torturadas, violadas, vejadas. Muchachitos como nosotros, menos sucios y menos desprolijos, pero igualmente frescos y sin duda más persistentes. Una consigna tan inofensiva como evidente, el boleto estudiantil era la excusa para la cruzada asesina que sufrirían. Venían por todo, y no era slogan, no era broma, no era joda.
Si la insipidez podía predominar a veces en nuestra evaluación de los rostros de la Noche de los Lápices, los más fanatizados con las historias de “montos” y “perros” imaginábamos que los aventurados habían intentado, de alguna manera, contrarrestar tanta impunidad. Que se habían puesto bombas y asaltado regimientos, algo así: “no fue suficiente”, pensábamos los más barderos. La violencia social también era parte de la herencia que recibíamos, aunque bajo el ropaje democrático de una crisis desgarradora. Nuestros viejos, además, nos contaban que los hombres de los Falcon se habían adueñado del país a balazo limpio, a tanquetazo limpio. Si Fidel había venido, hacía poquito -3 años nomás-, a la Facultad de Derecho, y se había llenado de idólatras. Hasta algunos de nosotros, mocosos e ignorantes, estuvimos ahí, admirándolo. ¿Y qué era el Che, nuestro ícono de rebeldía por excelencia? Un impiadoso con los impiadosos. Sea como sea, el que quiere una tortilla, tiene que romper huevos. Pero ellos habían hecho tortilla con los de nuestro equipo, y ahora, “como a los nazis, les va a pasar, adonde vayan los iremos a buscar”. Respirábamos en medio de un huracán.
Ahora nosotros arañamos los 30: la mayoría estamos aggiornados, aplastados, twitterizados. Pero hace 10 años, el cuerpo y la mente de muchos viajaron sin escalas a un pasado cenagoso. A un tiempo ciego, sordo, mudo, y lo que es peor: electrificado y hemorrágico. “La otra juvenilia”, de Pertot y Garaño, podía parecer menos lejana. La marcha de ese dieciséis fue imponente. Hoy, los hechos se adelantan, se retrasan, se mezclan, pero no se borran. 3 días después de la marcha, había terminado el turno, y cuando hacíamos puerta, dos chicas dijeron que un tal López había desaparecido. Un ex desaparecido que había enfrentado a sus captores y había vuelto a desaparecer. Al indagar sobre su historia, este albañil se nos aparecía como un fenómeno indescifrable: después de Menem, a pocos de nosotros, aún tan incautos como éramos, se nos podía ocurrir que un peronista podía ser de izquierda. Pero éste, este López era de los nuestros. ¿Los milicos seguían ahí? ¿La Edad Oscura estaba de vuelta? Se nos empañaba la vista, se nos humedecía la nariz de sólo pensarlo. Y eso que no sabíamos nada. Yo me prepararía, por si acaso, para el combate, aunque más no fuera con los volantes y afiches más extremistas que tuviera a mi alcance. Con los meses, la Lista 14 sería mi refugio en la tibia batalla cívico-electoral.
Así, almidonados por las deliberaciones rituales y evocativas de los eventos memoriales semi-institucionales que precedían las movilizaciones de los secundarios, empuñando pancartas con fotos de aquellos púberes casi anónimos -y que en última instancia, nos eran totalmente desconocidos-, nos disponíamos a marchar sobre Plaza de Mayo. “Boleto estudiantil a 5 centavos”, era la mayor concesión que podíamos hacerles. Salíamos desde el Congreso, con la implacable y risueña decisión de triunfar sobre los administradores de lo posible, de arrancarles esa pequeña libertad de transitar las naves que gobiernan el transporte público al precio de un chicle. Íbamos imperturbables y despistados, desdeñando a los bomberos piromaníacos que se alimentaban con la mediocridad de unos progenitores desilusionados y ex aliancistas. La emoción de esa ceremonia combativa remataba las almas de las doncellas y los príncipes de una pequeñoburguesía cojeante y decadente. ¿Qué habremos hecho mal, si éramos unos inmaduros más lindos que la mierda, y hoy apenas nos toca el triste papel de combatir por la supervivencia de una casta de parlanchines condenada a la extinción y la improductividad? Ya lo sé: no tengo la respuesta. Aunque la basura de Etchecolatz esté de nuevo en su casa, y ya casi no hay derecho, no hay razones para creer, podemos volver a ponernos tontos y bellos, como hace diez años. Esta tarde, cuando los pibes vuelvan a morder, a molestar, a roer, nosotros -cada vez más, irremediablemente añadidos al mundo del fracaso, de la derrota, de lo gris- iremos detrás, les cuidaremos la espalda y, bajo su hegemonía, los miraremos con una sonrisa triste, sabiendo que el mejor tiempo siempre está por venir. Aunque nunca llegue. Y sigamos marchando por López.